Saturday, May 02, 2009

El ateismo manso por Hector Abad Faciolince

Cuando leí su libro El olvido que seremos, sentí que estaba leyendo en algunos apartes un diario, por su intimidad, por su forma de narrar… ese profundo y maravilloso amor a su padre, pero sobre todo esa honestidad que lo caracteriza; Hector Abad en su reciente libro El ateismo manso, realza otra vez esa estupenda forma de narrar sin pretensiones y nuevamente luce su honestidad. Esta es una pequeña reseña de su libro.

“En la adolescencia, cuando leyendo a Russell, discutiendo con mis amigos y pensando solo resolví que ya no volvería a creer en Dios, tuve momentos de lucha interior, incluso de agonía. Dejar de creer en Papá Noel, en el Purgatorio o en la Virgen María no era muy difícil. Pero renunciar a creer en el ser más poderoso que se pudiera imaginar, en la idea más grande que me habían inculcado mi madre, mi abuela y mis maestros desde pequeño, no era tan sencillo, si bien mi padre, que era agnóstico, me hubiera dicho siempre que no sabía si Dios existía o no y que según la hora o el día se inclinaba por una cosa o por la otra.

“Amar a Dios sobre todas las cosas”, decía el primer mandamiento; “Creo en Dios Padre todopoderoso / creador del cielo y de la tierra / de todo lo visible y lo invisible”, empezaba el Credo; “Padre nuestro que estás en el cielo / santificado sea tu nombre”, rezaba el Padre Nuestro. Esas tres frases, como tres mantras rítmicos y rígidos impresos con sangre en tus neuronas, martillaban en la mente como una orden tajante e ineluctable de una potencia silenciosa, lejana, desconocida, y mucho más potente cuanto más desconocida, lejana y silenciosa. Todavía hoy, cuando llevo más de treinta años siendo ateo, recuerdo esas oraciones, y hasta soy capaz de concederles un indudable encanto poético. El Padre Nuestro, por ejemplo, tiene la gran virtud de ser un largo poema sin un solo adjetivo, y esa sequedad de recursos retóricos le da una eficiencia mayor, una elegancia sobria parecida a la de las grandes basílicas románicas. Borges, que era ateo y no creía en la supervivencia después de la muerte, se murió recitando el Padre Nuestro en Anglosajón (en inglés antiguo), no porque creyera en los conjuros del rezo, sino por las virtudes de serenidad que tienen las palabras rítmicas cuando están bien escritas.

Los que han creído en Dios, durante siglos, durante milenios, no han sido imbéciles, ni han sido malos poetas, ni malos pintores, ni malos músicos. Tampoco han sido siempre malas personas. Si pienso en la poesía de San Juan de la Cruz, en las vírgenes de Rafael, en los santos de Giotto, en las santas de Bernini, en el Cristo de Velásquez, en la música religiosa de Bach, comprendo que la religión ha inspirado algunas de las más altas creaciones artísticas del largo recorrido del Homo sapiens sobre esta dura tierra.

La religión ha sido un consuelo, además, para millones de personas, porque le quita a la muerte individual su carácter definitivo, al conceder la esperanza de volver a ver a las personas queridas en otro mundo sin las molestias de este (o aunque sea en otro submundo, el infierno, mucho más molesto que este). La religión ha sido un factor de cohesión, porque hace ver como hermanos y aliados a personas que no tienen parentesco con uno. La religión, quizá, desde la antigüedad, mitigó en algunos malévolos su maldad, por miedo al castigo de una potencia sobrenatural. La religión les dio a los justos la esperanza de que en el más allá los malos serían castigados y los buenos premiados, cosa que raramente ocurre en este valle de lágrimas. La religión durante siglos representó también la única opción de volverse una persona estudiosa y pensante, para todos aquellos que preferían la vida retirada y contemplativa como una opción mejor que la vida activa. Los primeros científicos, pensadores, escritores, músicos, filósofos, naturalistas, al menos en el mundo occidental tras la caída del Imperio Romano, en general fueron también monjes.

Pero toda aquella agonía de la adolescencia (dejar de frecuentar los sacramentos, dejar de tener un Padre en el cielo, dejar de pedir ayuda a potencias sobrenaturales, dejar de sentir que un ángel invisible me protegía y un diablo maligno me tentaba) fue desapareciendo poco a poco y hoy en día vivo mi ateísmo con una serenidad —me atrevo a decir— de beato. Dios ya no es un problema para mí, y me resulta tan lejano como el acné juvenil.

Cuando todavía luchaba con mi ateísmo, me gustaba confrontar mis ideas con las de mis amigos o enemigos creyentes, y retarlos a duelos intelectuales en los que me sentía indiscutible ganador, por la fuerza de mis argumentos, por la pobreza de sus pruebas a favor de Dios, por mi ciencia y mi lógica opuesta a sus supersticiones y prejuicios. Hoy en día, en cambio, soy un ateo manso, no un ateo militante; no un ateo que piensa que haya que convertir a todos los hombres al ateísmo, como un apóstol al revés, igual aunque contrario a esos fanáticos que todo el día nos quieren convertir al islam, al catolicismo, al adventismo del séptimo día, a las sectas mormonas o evangélicas o hinduistas. Así como no creo que los creyentes sean mejores personas que los no creyentes, tampoco me parece que los ateos seamos éticamente superiores a nadie.

Sí creo, en cambio, que los ateos vivimos más desengañados, en el mejor sentido de la palabra desengaño. Considero que vivimos en un mundo menos ilusorio que el de los creyentes. No estoy diciendo que vivamos en la Verdad, esa palabra tan grande. A la verdad la humanidad se ha venido acercando de manera asintótica, y lo más probable es que la verdad perfecta no la alcancemos nunca. En todo caso creo que hay innumerables pruebas para pensar que la descripción física, química y geológica del origen de la tierra, o del universo, y la explicación evolutiva y biológica sobre la vida son mucho más precisas, confiables y cercanas a la verdad que las muy poéticas sentencias del Génesis. Con esto quiero decir que la ciencia es una herramienta más confiable que el mito para describir eso que, no sin perplejidades, llamamos “realidad”.